Bienestar
¿Nos estamos preparando para la próxima pandemia?
Ya sea invocando la seguridad nacional o mantener la estabilidad económica, el país debe recuperar su capacidad de producir vacunas.
Por Guillermo Franco *
En menos de un año, ‘un simple virus’, un nuevo coronavirus, llamado por los científicos SARS-CoV-2, puso al mundo ante una crisis económica y social que algunos no dudan en comparar con La Gran Depresión, iniciada en 1929.
Lo peor es que una nueva pandemia es posible, y no tendría que pasar otro siglo para que ocurriera, como es el caso de la actual, cuyo antecedente inmediato fue la Gripe Española de 1918, que se estima mató a 50 millones de personas.
Los científicos han identificado 260 virus que pueden infectar a las personas, pero según modelos matemáticos, “habría hasta 1,6 millones de virus de los que no sabemos nada que acechan en mamíferos y aves, y hasta la mitad podrían tener el potencial de saltar a los humanos e infectarnos”, según una publicación de National Geographic.
Seis de cada 10 infecciones que atacan a los humanos vienen de los animales (infecciones zoonóticas), e incluyen el VIH-Sida, el Ebola, el SARS, el MERS, y con toda seguridad el virus que provoca el Covid-19, agrega.
El riesgo de saltar a los humanos se ha incrementado por la destrucción del medio ambiente, que incluye entre sus manifestaciones la deforestación; la ampliación de la frontera agrícola; la cacería, tráfico y consumo de fauna silvestre; la minería incontrolada en áreas remotas; el cambio climático y hasta el turismo en áreas que alguna vez fueron inaccesibles.
Intervenir cualquiera de estos factores podría contribuir a una estrategia global para prevenir la próxima epidemia o pandemia, que nada de raro tendría que se originara en un país como Colombia.
Pero la evidencia muestra que, como sociedad, hemos sido, si no renuentes, incapaces de frenar esos fenómenos. Incluso cuando se trató de lidiar ya no con esos factores de riesgo sino con la pandemia misma, nuestras clases dirigentes y gobiernos ignoraron sistemáticamente las advertencias. Para ser justos –lo cual es consuelo de tontos– fueron ignoradas por las clases dirigentes y los gobiernos de casi todo el mundo.
Entre los profetas de la pandemia estuvieron, entre otros, Laurie Garret, autora del libro ‘The Coming Plague’ (‘La próxima plaga’, de 1994), en el 2005; Larry Brilliant (en una charla TED), en el 2006; Bill Gates, en el 2015; y la Organización Mundial de la Salud (OMS), en una fecha tan reciente como marzo y septiembre del 2019.
Y lo que decían suena familiar, como planteaba la revista Vanity Fair al hacer el inventario de profetas.
“Algunos países podrían imponer cuarentenas o cerrar fronteras y aeropuertos, tal vez por meses. Eso interrumpiría el comercio, los viajes y la productividad. Sin duda, los mercados bursátiles se tambalearían y quizás caerían precipitadamente. Pero, además de la economía, la enfermedad probablemente afectaría directamente la seguridad global”, dijo Garret en 2005 sobre el efecto de una eventual pandemia, en un artículo en medio del brote del virus AH5N5.
“(…) No tendremos una vacuna o suministros adecuados de un antiviral”, dijo Brilliant en la charla TED de 2006, anticipando no solo millones de infectados y muertos, sino una depresión global, la desaparición de empleos y pérdidas económicas multimillonarias.
Agenda pospandémica
En Colombia, el Gobierno, los gremios y la clase dirigente han puesto en la agenda pública para la pospandemia del Coronavirus la necesidad de una reforma laboral, una reforma pensional y hasta una reforma tributaria, entre otras, pero se han escuchado pocas voces (son marginales, o se ha querido marginarlas –como las de los estudiantes que participaron en las protestas de 2019–) sobre la importancia de fortalecer el sistema de ciencia, tecnología y educación, al menos en ciertas áreas claves, para prepararse para una eventual próxima pandemia. Claramente, domina la visión de corto plazo, encaminada a lidiar con los efectos de la actual.
La visión de mediano y largo plazo pasaría, entre otros, por una reforma del sistema de salud, no solo atendiendo –como impuso el corto plazo– indicadores como unidades de cuidado intensivo o especialistas que las atendieran, o la capacidad para realizar pruebas de detección de virus.
Pero hay una estrategia menos obvia, aunque incluso más importante: el restablecimiento de la capacidad del país para producir (fabricar) vacunas, pero sobre todo trabajar para tener la capacidad para desarrollarlas (inventarlas, crearlas, en lenguaje coloquial) para no volver a estar en la posición vulnerable en la que estamos hoy, dependiendo de la ‘generosidad’ remunerada de farmacéuticas multinacionales y gobiernos de países del primer mundo, que se teme privilegiaran a sus propios ciudadanos antes que a los nuestros.
Los científicos y académicos colombianos, en un pronunciamiento de los últimos días, abogaron por la primera parte de este propósito: la fabricación, pero el país podría ser más ambicioso, ya que tiene el potencial y la historia para hacerlo.
Los años de Vecol
“Colombia exportaba vacunas para la viruela y para la fiebre amarilla a través de Vecol. También exportábamos vacunas animales; sin embargo, a finales del siglo pasado, cuando se dio la transición a la biología molecular, no hicimos las inversiones suficientes y hoy en día, ante la pandemia, estamos ante la situación de que no tenemos la capacidad de producir la vacuna… Es decir que si nos dan la fórmula gratuitamente, no podríamos hacer esa producción en la actualidad”, dijo Clemente Forero, ex director de Colciencias y miembro de la Misión de Sabios, en el marco de un conversatorio, convocado por la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos y Relaciones Internacionales.
La verdad es que Colombia producía muchos más ‘biológicos’ (categoría que incluye las vacunas).
Según una rendición de cuentas de Moisés Wasserman de 1998, cuando era director del Instituto Nacional de la Salud, en los 2 años anteriores el país había producido 2 millones y medio de dosis de vacuna contra la fiebre amarilla, 140 mil de antirrábica humana, 6,5 millones de BCG (contra la tuberculosis), casi 6 millones de vacuna triple DPT (difteria, pertussis, tétano), 11 millones de toxoide tetánico, 30 mil dosis de suero antiofídico y 5 mil de suero antirrábico.
Wasserman, también ex rector de la Universidad Nacional, menciona en un artículo de El Tiempo que una de las razones que llevaron a dejar de producir fue la presión de los organismos internacionales para que se modernizaran o cerraran las plantas.
El efecto neto fue que Colombia, que no pudo hacer las inversiones para ponerse a tono con las ‘mejores prácticas de manufactura’, impulsadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS), dejó de producir vacunas y de ser competencia por precio para las que desarrollan las multinacionales farmacéuticas.
Muchos críticos aseguran que detrás de las ‘buenas prácticas de manufactura’ estaban en realidad las multinacionales farmacéuticas y que en el fondo era un mecanismo para eliminar la competencia.
Como bien lo dice Wasserman, eran vacunas de dominio público (no estaban cubiertas por patentes), funcionaban muy bien, y eran muy baratas (del orden de 5 centavos de dólar). Las nuevas podrían costar 100 veces más.
Pero hay un dato más importante de las vacunas que producíamos: se hacían con tecnologías ya probadas y menos costosas de virus inactivados, atenuados, que son los que, hoy por hoy, los científicos defienden, tal como lo plasmaron en la Declaración de la Comisión Lancet Covid-19 con ocasión de la sesión 75 de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
La pérdida de capacidad de producir vacunas es parte de un fenómeno más amplio en la industria farmacéutica nacional.
“Hay evidencias claras de un proceso de desindustrialización del sector farmacéutico en los últimos 40 años. Hoy tenemos 91 plantas farmacéuticas aprobadas en el país. En los años 80 había más de 200”, dice José Luis Méndez, presidente de Asinfar, gremio que aglutina a las farmacéuticas de Colombia.
Eso significa que cada vez más el país depende de las importaciones. Colombia exporta 350 millones de dólares e importa 2.500 millones de dólares en medicamentos.
¿Seguridad nacional?
Wasserman presagió entonces, como efectivamente estamos viendo, que “podría darse, en algún momento, una situación internacional en la que el acceso a vacunas producidas en otras partes se dificultara por razones políticas o económicas”.
Pero lo más importante es el argumento que Wasserman esgrimió también entonces para mantener la producción nacional, mientras se cerraba la brecha tecnológica: era y es un asunto de seguridad nacional, y se quejó de que cuando se usa el término solo se atiende a su significado militar.
Pero incluso quienes solo entienden la seguridad nacional en términos militares olvidan que una de las amenazas más graves en este momento a nivel mundial es el bioterrorismo.
Esa miopía no solo es local, incluso en Estados Unidos, Donald Trump fue criticado en 2017 por descuidar los gastos en desarrollo de vacunas al incrementar el presupuesto de defensa.
Un editorial de The New York Times de ese año catalogó las enfermedades infecciosas, a nivel general, y el bioterrorismo, en particular, como la mayor amenaza a la seguridad nacional de ese país, y las vacunas el arma esencial para combatirlas.
“Con 7.400 millones de personas, 20.000 millones de pollos y 400 millones de cerdos compartiendo ahora la Tierra, hemos creado el escenario ideal para crear y propagar microbios peligrosos”, dijo The New York Times, que además de la vacunas mencionó el desarrollo de nuevos antibióticos como una prioridad.
Pero a la luz de lo que ya hemos experimentado con esta pandemia, la retórica de la seguridad nacional podría cambiarse por otra más simple que expresara que la fortaleza en la producción y desarrollo de vacunas es estratégica para la estabilidad económica, social y política del país. Si se quiere, para la supervivencia de la democracia. Eso lo deberían comprender Gobierno, gremios y, en general, nuestra clase dirigente.
¿Cómo hacerlo?
Lo que sigue, después de lograr que haya la voluntad política, es el cómo. Aquí habría que diferenciar dos aproximaciones, que determinan el monto de los recursos necesarios.
Una es regresar a lo que veníamos haciendo, con lo que la Comisión Lancet llama los enfoques tradicionales para la producción de vacunas; es decir, la de los virus inactivados, atenuados.
La otra es planteada por Forero, de la Misión de Sabios: “Es importante hacer una inversión permanente en la ciencia y mantenerse en la frontera del conocimiento para atender a emergencias como la que estamos viviendo”.
En el caso particular de las vacunas, la “frontera del conocimiento” significaría estar trabajando en lo que la Comisión Lancet Covid-19 llama “enfoques nuevos, costosos y no probados”, con nombres sofisticados como ARN mensajero, ADN y vectores virales, entre otros, pero que eventualmente podrían ser exitosos. Hay que estar en esa frontera del conocimiento: investigando, innovando, tomando riesgos, fracasando, y aprendiendo de esos fracasos.
En cualquiera de los dos casos, “se requieren grandes inversiones en infraestructura, equipos, reactivos, y recurso humano”, dice Méndez, de Asinfar.
Claramente, el país necesita un inventario de lo que tiene, lo que necesita y un plan estratégico para lograrlo.
Seguramente, involucraría muchas instituciones del Estado (Icetex, Mineducación, universidades) y el concurso de sector privado, pero el liderazgo del Ministerio de Ciencia y Tecnología, que ha sido acusado de bajo perfil en esta pandemia, salta a la vista.
Se requiere –dice Méndez– formar o repatriar talento humano en áreas de la biología, biología molecular, biotecnología, microbiología, ingeniería química, e ingeniería industrial con énfasis en plantas farmacéuticas. Y es importante promover y financiar maestrías y doctorados, pero cree, así mismo, que es una oportunidad para tecnólogos y analistas.
Si el país debe aprender algo de esta pandemia es que la inversión en ciencia, tecnología, innovación y educación es un buen negocio. Basta mencionar a cuánto ascienden las pérdidas en términos de destrucción del empleo y decrecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) por la pandemia y compararlas con lo que se invierte en esos rubros.
Pero el escepticismo anticipado es justificado. En diciembre de 2019 el Gobierno recibió el documento de recomendaciones de la Misión de Sabios, que él mismo promovió, y lo que quedó plasmado en el Documento de Política Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación ha generado desencanto.
Esta es la segunda Misión de Sabios, y el balance de la primera, promovida en el gobierno de César Gaviria, es decepcionante, mirando un solo indicador: la evolución de la inversión en ciencia, tecnología e innovación como porcentaje del PIB.
En el documento final de la última Misión de Sabios, bajo el intertítulo ‘Soberanía para la salud y el bienestar’, se recomienda “formular e implementar una política industrial en salud que fomente la producción y el desarrollo de productos innovadores (medicamentos de síntesis químicas y biológicos, fitomedicamentos, terapias avanzadas, dispositivos médicos) de interés de la salud pública, que evite la dependencia tecnológica del país”.
Solo con que el Estado acogiera esta única recomendación por el contexto de la pandemia, y se convirtiera en una bandera de los gremios, en particular de la Andi, se daría un paso gigantesco.
* Esta columna apareció originalmente en el diario La República. Fue publicada en EmpresarioTek.co con autorización de Guillermo Franco (@sintapabocas1).